El mito F. Kennedy

Tras su visita a México, verlo morir en Dallas fue un verdadero shock; junto con el magnicidio nacía la leyenda, que en México se expresó de formas coloquiales, como la de "pobrecito, tan bueno que era, por eso lo mataron".

Acerca de cómo la muerte violenta de algunos líderes parece elevarlos por encima de las causas que abrazaban o representaban, de sus circunstancias, personalidad y aun de sus limitaciones, instalándolos en un reverenciado nicho histórico, queda siempre mucho por decir. Son diversos los factores que confluyen en el establecimiento de un mito, pero, sin duda, el asesinato puede obrar como purificador de la víctima y, a la larga, puede poner en marcha un proceso muy parecido al de la santificación.

 

La Iglesia lo hace abiertamente con los hombres que presuntamente han realizado algún milagro, pero prefiere desde luego a aquellos que además murieron a manos de ateos y paganos: su sola muerte justifica todo.

 

En las filas de la política partidista o desde el poder, la víctima tiende a ser reconsiderada de inmediato como un mártir de alguna elevada causa, ante la que reaccionaron las fuerzas oscuras de algún poder fáctico o mafioso, definitivamente conspirativo.

 

Los nacidos en 1963 crecimos con el asesinato de John F. Kennedy (JFK) y el que supuestamente —poco más de un año antes— había quitado la vida a su "amante", Marilyn Monroe. El primero es el magnicidio por excelencia, filmado para colmo (en lo que son algunos de los segundos más famosos de la historia), que produce conmoción y estupor inmediatos en todo el mundo; el segundo es un asesinato de alcoba, rodeado de mayores misterios puesto que una belleza como Marilyn no merecía (pero sobre todo, no podía) morir así. Seguro la mataron.

 

Echada a rodar la pelota de la especulación (y eso que no había redes sociales, donde cosas como estas son llamadas, con cierto realismo cínico, fenómenos "virales"), nadie puede creer en la historia del tirador solitario (Lee Harvey Oswald), ni en la depresión accidental o deliberadamente suicida de la diosa de Hollywood. El mito opera en esa dimensión donde las verdades más simples (el tirador solitario, la intoxicación) resultan inverosímiles justamente por su sencillez.

 

Se supondría que las cosas con la gente famosa siempre deberían ser más complejas. Un ciudadano de a pie puede resbalar en

la bañera, golpearse la cabeza y morir en instantes; una diva o un presidente, sobre todo si son figuras polémicas o controvertidas, no se lo podrían permitir sin que de inmediato surgiera una nube de suspicacias que, una tras otra, terminarían nublando por completo las circunstancias de su muerte.

 

Acerca del asesinato de JFK hay bibliotecas y filmotecas enteras dedicadas a hurgar en la posibilidad de que Oswald no haya actuado solo. Por supuesto, la calidad de estos materiales varía y, por mi parte, termino siempre por conformarme con los mejor escritos (aunque no necesariamente los más veraces). En uno de ellos, Oswald, un misterio americano, todo un reportaje literario, Norman Mailer escribe: "Vale la pena recordar que en la vida, como en otros misterios, no hay respuestas, solo preguntas, pero que parte del placer de la comprensión está en refinar la pregunta, o en describir una nueva. Es algo analógico al hecho de que no hay hechos, que solo existe la manera como nos acercamos a lo que llamamos hechos".

 

A mediados de 1962 JFK y Jacqueline, su esposa, sinónimo de elegancia, prudencia y buen gusto, visitaron nuestro país. Desde luego, no me tocó ser de los niños acarreados por la SEP para verlo pasar por alguna importante avenida, pero sí, como dije antes, percibir durante mi infancia los ecos de su visita oficial. ¿Ecos? Alguien dirá que exagero pero la cosa no fue para menos, como lo muestra el recuento que hizo Soledad Loaeza en su libro Las clases medias y la política en México (El Colegio de México, 1987):

 

"El día de la llegada de los Kennedy, 29 de junio, el secretario de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz, y el regente de la ciudad de México, Ernesto P. Uruchurtu, publicaron en todos los periódicos sendas invitaciones al pueblo para que se uniera a la recepción. La CTM anunció orgullosamente que había organizado una valla de 14 kilómetros desde el aeropuerto hasta la Reforma; burócratas, empleados y trabajadores tuvieron el día libre de manera que el Presidente estadunidense y su esposa fueron recibidos en medio de una kermesse popular a la que según las crónicas periodísticas, asistió más de un millón y medio de personas. Los grupos de izquierda antiimperialista que habían expresado su oposición a la visita y que habían protestado, por ejemplo, cuando se anunció la misa en la Basílica, fueron mantenidos bajo vigilancia policiaca, de manera que sus manifestaciones no cruzaran las fronteras de la Ciudad Universitaria".

 

Esto en el ámbito gubernamental, pero los Kennedy, de acuerdo con el relato de Loaeza, también visitaron "la Basílica de Guadalupe, santuario popular por excelencia, para hincarse codo a codo 'con los mexicanos más humildes', según pregonaba conmovida la prensa. Como era de esperarse la jerarquía eclesiástica fue uno de los principales beneficiarios del acto".

 

Huelga decir que para muchos esa fue la verdadera visita a nuestra país, la de mayor impacto social y la más memorable, de ahí que mi generación creciera con la imagen de Kennedy como un presidente bueno, que miraba hacia nosotros, los hincados (hacia la virgen, claro) y pobres del sur.

 

Después de esa visita, verlo morir en Dallas aquella tarde de 1963 fue un verdadero shock, incluso para los más tozudos antiimperialistas. Y junto con el magnicidio nacía el mito, que en México debió expresarse de formas harto coloquiales, empezando por la de "pobrecito Kennedy, tan bueno que era, por eso lo mataron".

 

Pero ¿quién era realmente JFK? En nuestra próxima entrega ofreceré versiones del estratega, el estadista frente a los medios y, ni modo, del erotómano (que todo indica que lo era).

 

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